ÚLTIMA ACTUALIZACIÓN 2 agosto, 2024 a las 12:32
Rimbick
La ciudad de Darjeeling había sido tomada por el ejército, las carreteras y accesos se cerraron, y tanto habitantes como turistas quedaron totalmente sitiados. Así nos despertábamos ese día, con la noticia recorriendo las calles como si de una riada se tratase. Con la misma fuerza y determinación que sube el nivel del agua, iba aumentando la tensión y la confusión entre la gente. Algo tan sencillo como sacar dinero del cajero se convirtió en una verdadera odisea. Ni el mismo Hércules se vio jamás en una situación tan dramática como aquella. Delante de los pocos cajeros abiertos se formaban colas que serpenteaban calle arriba y calle abajo.
Tras recorrer varios bancos, finalmente, aceptamos que teníamos que unirnos a alguna de aquellas filas humanas si queríamos pagar el hotel y salir de aquella ciudad. Los ánimos en la cola iban encendiéndose y algunas personas sacaban provecho de la situación. Recogían las tarjetas de la gente y se apuntaban las claves en un trozo de papel arrugado. A cambio de unas pocas rupias y un nivel de confianza ciega, sorda y muda, se ofrecían a hacer pacientemente la cola, y luego entregar el dinero y la tarjeta a su dueño. De repente, la cola se deshizo entre maldiciones y resoplidos. Otro cajero expoliado en cuestión de minutos.
De vuelta al hotel barajamos opciones para poder pagar la habitación. ¿Por qué demonios no habíamos sacado dinero el día anterior? Nos quedaban unos cuantos dólares. Con un poco de suerte la dueña los aceptaría como pago aunque, por su seriedad y carácter autoritario, yo tenía mis dudas. Por suerte estaba su marido que no nos puso demasiadas pegas para aceptar la moneda americana. Recogimos las mochilas preparadas ya la noche anterior y fuimos al punto de encuentro.
Por suerte, ese día nos venía a buscar el khenpo de un monasterio budista en el que íbamos a estar un par de días. La duda era si conseguiría llegar y entrar en la ciudad. Pronto aprendimos que la cabeza afeitada y las ropas granates abrían muchas puertas y carreteras, también. Nos acercamos al jeep y nos recibió una sonrisa amable y unos ojos divertidos. A día de hoy no logro recordar su nombre, pero el apodo no lo olvidaré jamás, khenpo chachipiruli. Durante los cincuenta y seis kilómetros y las cuatro horas que separan Darjeeling del pueblo de Rimbick, demostró mediante gestos, sonrisas y alguna palabra en tibetoinglés que era merecedor de ese sobrenombre y lo que acabó de confirmarlo fue el selfie que nos hizo utilizando una de esas aplicaciones que te añaden attrezzo de orejas y hocico de osito.
La carretera fue perdiendo asfalto paulatinamente, amoldándose al paisaje que nos rodeaba, hasta convertirse en un camino rojizo de doble sentido pero de un único carril. Atravesamos bosques de todas las tonalidades de verde, frondosos y húmedos. El aire era cada vez más fresco y olía a musgo, a roca y a tierra. Nos dirigíamos a la nube, eso había dicho el khenpo y yo no podía dejar de mirar la espesa formación blanca que se iba acercando tras cada curva. Nos metimos de lleno en la densa niebla y durante unos minutos el sentido de la vista perdió toda referencia. Unas sombras empezaron a perfilarse y como si de un viaje interestelar se tratase, aparecimos en Rimbick.
El pueblo era una sola calle de tierra aplanada, con casas sencillas a cada lado y, al final de ella, el monasterio. Una estructura imponente, cúbica y de color granate. Destacaba su sencillez y sobriedad, con tan solo un par de banderas budistas como único adorno, que colgaban flácidas sucumbiendo a la pesada humedad del ambiente. Mientras cruzábamos el patio interior, fuimos diana de decenas de miradas curiosas que, furtivamente, nos seguían escaleras arriba hasta nuestras habitaciones. Y es que aquel monasterio hacía las veces de escuela para monjes budistas. Una vez instaladas, nos ofrecieron un té de bienvenida entre sonrisas tímidas y repetitivas inclinaciones de cabeza. Nos lo tomamos en silencio, contemplando el mar de algodón que cubría el valle a los pies de Rimbick.
Pasados los dos primeros días, vimos que no iba a ser tan fácil salir de allí. Las revueltas se habían intensificado y las carretas seguían cortadas con barricadas y piquetes. No nos quedaba otra que esperar. Pronto nos acostumbramos a la rutina de los rezos a las cinco de la mañana, a desayunar arroz, al té de la mañana, a comer arroz, al té de la tarde, a cenar arroz y al té de la noche. Puntualmente, rompíamos la monotonía jugando alguna partida de bádminton con los jóvenes monjes, y por las noches veíamos desde nuestra atalaya como se manifestaban los pocos habitantes del pueblo, recorriendo la única calle de Rimbick, agitando sus antorchas y entonando los gritos de Gorkhaland, Gorkhaland, Gorkhaland. Su tan ansiada tierra.
Chachipiruli nos mantenía informadas con las pocas noticias que iban llegando, tan escasas como las rayitas que marcaban nuestros móviles, y siempre acababa con la frase: ‹‹Today not possible››. Su voz transmitía más que su precario inglés. La preocupación y la impotencia eran palpables. Nos quedábamos otro día más en Rimbick. Seguramente, llevado por esos sentimientos, un día nos abrió las puertas de la biblioteca del monasterio. Una sala enorme repleta de libros sobre el budismo y, lo más importante, traducidos al inglés. Nos sentimos como la Bella el día que la Bestia la llevó a la biblioteca del castillo. Empezamos a llenar las horas muertas con enseñanzas budistas. Al cabo de una semana estábamos preparadas para raparnos la cabeza y vestir los hábitos. Pero aunque nuestro espíritu supo acostumbrarse al budismo, nuestro cuerpo no aguantaba un grano más de arroz ni una gota más de té.
—Tomorrow —dijo Chachipiruli durante la que sería la última cena. Las carreteras se abrirían durante unas horas para que los niños de los pueblos pudieran ir al colegio y luego la huelga se haría indefinida. Así que a las seis de la mañana estábamos ocupando el asiento de atrás del jeep, custodiadas por dos escolares tan asombradas y soñolientas como nosotras. Nuestro salvoconducto era un papel escrito a mano “SCHOOL DUTY” enganchado en el parabrisas delantero. Abandonamos la nube, pero Rimbick y su monasterio nos acompañó el resto del viaje.
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