ÚLTIMA ACTUALIZACIÓN 13 julio, 2020 a las 17:20
Será porque a la edad de ocho años ya había vivido en cuatro casas diferentes que no me siento que pertenezco a ningún lugar. Si a eso le sumas los meses de verano en casa de mi tía, más un par de días a la semana en casa de mis abuelos el resto del año, hacen un total de seis casas. No está mal para una niña que aún no ha llegado a las dos cifras.
Algunos álbumes de fotos me cuentan que ya empecé a viajar de bien pequeña en la furgoneta de mis padres. Aunque no lo recuerde, allí estoy yo, asomada a la ventana de aquel Renault F6 de color blanco, “camperizado” de forma maestra para que dos adultos y un bebé cupiesen cómodamente. De una cosa sí me acuerdo bien. Debe haber un rincón especial en el cerebro para las frases de madre. Neuronas especializadas en memorizar esas sabias palabras y hacértelas recordar en momentos clave de tu vida. Una de las de mi madre era que “el mejor dinero gastado es el invertido en viajar”. Así que ya ves, genes viajeros no me faltan.
Estos antecedentes podrían explicar por qué lo dejé todo a los treinta cuatro años y empecé a viajar sin rumbo, ni propósito fijo. Pero se me antoja un motivo un tanto superficial y facilón. Culpabilizar a mis genes de mi nomadismo crónico no me satisface como respuesta. Tiene que haber un motivo más profundo y revelador detrás de querer viajar y ver mundo. O tal vez, no.
Hagamos una regresión. Durante millones de años el ser humano ha vagado por la tierra en busca de un lugar mejor donde vivir. Las tribus nómadas viajaban para cubrir unas necesidades de subsistencia, en busca de refugio y comida, básicamente. En el nomadismo estaba implicada toda la población. En palabras de hoy en día, era un fenómeno de masas. Moverse implicaba supervivencia.
Pero al convertirnos en sedentarios, la exclusividad de viajar se derivó a unos pocos, ya fueran exploradores o comerciantes. El paso del tiempo, la conquista del mundo, el desarrollo de los medios de transporte y la aparición de nuevas tecnologías, han hecho que viajar haya vuelto a estar al alcance de todos. Dándole un matiz de obligatoriedad, en el que si no se viaja no se es nadie. Relegando a los sedentarios, a una parte de la sociedad vacía y sin inquietudes motrices.
¿Qué harás estas vacaciones, si no viajas?
Se relaciona el hecho de viajar con algo placentero, con vacaciones, libertad y diversión. Se espera el día de la partida con ansia, no tanto por llegar al lugar de destino, sino por huir del origen. Dejar atrás lo negativo, el trabajo, la rutina, la monotonía. Ese es el verdadero motivo para viajar de muchas personas. Pero es justo en ese preciso momento cuando el viaje toma matices de un simple desplazamiento. Te trasladas de un punto A a un punto B. Ya no existe interés por descubrir, por experimentar y conocer. Se pierde la esencia del viaje.
Lillian Smith lo plasmó perfectamente con esta frase: “Me di cuenta, rápidamente, que no hay viajes que nos lleven lejos, a menos que se recorra la misma distancia en nuestro mundo interno que en el exterior.”
Me viene a la mente un viaje por el sur de Francia. Era mediodía, mi ex y yo buscábamos un sito donde comer, y mi boca fantaseaba con saborear untuosos quesos y suaves patés, protagonistas indiscutibles de la gastronomía francesa. Llevábamos leídas unas doce cartas y ninguna de ellas le invitaba a entrar y sentarse a la mesa. De repente, perdida toda esperanza de comer, se le iluminó la cara y dijo “aquí”. Me dio un escalofrío al ver las letras rojas del escaparate que amenazaban al turista con la oferta irresistible de “Paella y sangría”. Mis papilas se cruzaron de brazos, indignadas con la elección. Gracias a Dios que durante ese viaje me dejó.
Así que, el mero hecho de desplazarse de un lugar a otro, es lo menos importante en un viaje. Viajar es hacerse preguntas nuevas y encontrar respuestas incómodas. Es exponer los sentidos a estímulos desconocidos y enamorarse de ellos. Es inundarse de experiencias nuevas y no ahogarse, aunque no se sepa nadar. Es, en definitiva, conocerse mejor. Si no estás dispuesto a ello, para qué desplazarte a miles de kilómetros.
Volvamos a la pregunta anterior, ¿Qué harás estas vacaciones, si no viajas? O mejor, plantéatela de otra manera ¿Por qué vas a viajar?
¿Por status social? ¿Para coleccionar sellos en el pasaporte? ¿Para inundar las redes sociales de fotos repetidas? Piensa un momento si, realmente, te interesa lo que vas a ver, la gente que vive allí, la historia del país en cuestión. O simplemente viajas para construir un currículum viajero, con el que presumir de caché social.
A los pocos meses de empezar a viajar, un hombre muy mal educado comentó en las redes sociales que “para viajar como nosotras, era mejor quedarse en casa”. Estoy totalmente de acuerdo con su observación porque para viajar como él, yo también me quedaría en casa. Porque para comerme una paella y una sangría, me quedo en casa. Para tumbarme en una hamaca a leer, me quedo en casa. Para dormir en un hotel de cuatro estrellas, también me quedo en casa.
Por todo lo demás, viajo.