ÚLTIMA ACTUALIZACIÓN 9 mayo, 2023 a las 13:25
El cuento «Tierra de Oz» sobre un niño aborígen, escrito por Cristina, fue uno de los premiados en el concurso «Cuentos sin fronteras» de Otxarkoaga (Bilbao), y se encuentra publicado en el libro recopilatorio del mismo.
Cuento La Tierra de Oz
El sol volvía a iluminar una mañana más las tierras de los Ananga (tribu aborigen de Australia Central). Darel observaba como la luz iba empujando las sombras hacia él, borrando la oscuridad de la noche, hasta que los dedos de sus pequeños pies notaron el calor del nuevo día.
—¿Estás listo? —dijo Kora detrás de él.
—Por supuesto. —Y cogiendo la lanza del suelo, se levantó de un salto. Se ajustó bien el boomerang a la cintura y miró a su abuelo a los ojos. Este lo observó un instante e hizo un leve gesto afirmativo.
—En marcha.
Tenían que aprovechar las primeras horas del día, antes de que el sol hiciera imposible seguir moviéndose. Era su primera salida de caza y Darel estaba nervioso. Había estado practicando con el boomerang cada día y ya conseguía que volviera casi todas las veces que lo lanzaba. De repente, Kora le paró en seco poniéndole una mano en el pecho. Le hizo agacharse y, llevándose la palma de la mano a la boca, le indicó silencio. Agazapados detrás de una roca vieron aparecer un ser del que Darel había oído hablar en las historias de los ancianos, pero que nunca había visto antes.
Era un animal de cuatro patas con el cuello alargado, de color blanco y encima de él iba sentado un hombre, o al menos eso le pareció. Se preguntó si sería un espíritu y miró a su abuelo para salir de dudas, pero su mirada transmitía miedo y preocupación, por lo que prefirió esperar. Cuando se hubo alejado lo suficiente, se levantaron y fueron en dirección contraria, rumbo de nuevo a la cueva.
—Kora, ¿eso era un espíritu?
—No, era una persona, pero diferente a nosotros.
—Y ¿sobre qué animal iba sentado?
—Ellos le llaman caballo. En nuestras tierras no existen.
—Y ¿cómo lo hechizan para poder subirse a él?
—Ya basta de preguntas. —El tono de su abuelo le hizo saber que no respondería a su curiosidad.
Cuando el calor empezó a apretar se sentaron bajo la sombra de un árbol a esperar que refrescara.
—Esas personas son peligrosas, Darel. No debes acercarte a ellas.
—¿Podrían hechizarme como a los caballos?
—Peor, podrían separarte de la familia y llevarte lejos, muy lejos. —La mirada de Kora parecía haberse ido a ese lejano lugar.
—¿Más allá del río?
—Sí. A varios días de marcha, hasta llegar a un río que solo tiene una orilla y que es tan profundo que no puede cruzarse.
—¿Por qué dejaste la tribu y te fuiste con esas personas?
—Me obligaron. Aparecieron un día sobre sus caballos, con unas lanzas de fuego y mataron a los que intentaron defenderse. Al resto nos encadenaron y nos hicieron caminar durante días. Algunos murieron por el camino.
Kora parecía perdido en sus recuerdos y Darel, aguantándose las ganas de preguntar, no quiso interrumpirlo.
—A los niños también se los llevaron —siguió contándole Kora—. Al llegar, les vistieron con ropas y les obligaron a aprender otra lengua y otras historias. Olvidaron la Tjukurpa (ley de la Creación según los Ananga) y dejaron de ser Anangas. Pero la piel no se les volvió blanca, ni el pelo se les estiró.
—¿Qué fue de ellos?
—Al hacerse mayores, los hombres blancos no los querían en sus pueblos y cuando volvieron con las tribus no los reconocieron. No podían comunicarse, no sabían cazar, no conocían la ley. Perdieron su lugar en el mundo.
Darel fue a preguntar algo más, pero su abuelo siguió hablando.
—Por eso es importante recordar tus orígenes, saber de dónde vienes y a dónde perteneces. Nunca olvides eso, Darel, así siempre tendrás un lugar al que volver.
—Sí, abuelo. Y tú, ¿cómo conseguiste volver?
—Yo era joven y fuerte, y me obligaron a hacer cosas para ellos. Tuve que aprender a nadar, a moverme como los peces. Cada día me metía en ese río tan ancho y tan profundo, que ellos llaman mar, y sacaba perlas del fondo.
—¿Qué son perlas?
—Son como piedras pequeñas y redondas de color blanco. Esas personas se volvían locas por ellas.
—¿A qué saben?
—No se comen, Darel.
—Y entonces, ¿por qué les gustaban tanto?
Kora no supo que contestar. Nunca había entendido el interés de los blancos por las perlas. Solo sabía que cuantas más conseguía, mejor comida le daban.
—Cuando ya no les serví para trabajar más, me dejaron marchar. Me costó mucho tiempo volver.
—¿Son todos malos? —preguntó el niño.
—Siempre quieren algo y se creen con derecho a tenerlo, sin importar las consecuencias. Cada vez son más —siguió contando el abuelo— y cada vez están más cerca. Lo que ha pasado hoy, volverá a pasar. Es posible que nos echen de nuestras tierras y que nos obliguen a vivir cómo ellos, pero nunca debes olvidar quién eres, Darel. Eso no te lo pueden quitar.
El sol había bajado, así que siguieron camino hacia la cueva. Su primer día de caza no había sido como había imaginado, pero tenía la sensación de haber aprendido algo mucho más valioso.
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